HISTORIA DEL MATRIMONIO
Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLI)
Luis Otero
La humanidad nunca ha parado de casarse, peor han variado las razones para hacerlo. Antes el matrimonio era un medio de transmitir la propiedad y ampliar relaciones sociales; hoy se basa en el amor y es una opción libre y también más inestable.
Aunque se sigue casando mucha gente en todo el mundo, se diría que el matrimonio vive una pequeña crisis y los expertos tienen sus razones. Para el catedrático de Historia Medieval José Enrique Ruiz-Domènec, autor de La ambición del amor. Historia del Matrimonio en Europa, «hoy la gente se casa por amor, que es un sentimiento que suele tener fecha de caducidad y conjuga mal con el matrimonio, que es una institución social que tiende a perdurar y a organizar todo el tejido familiar».
¿Siempre fue así? La socióloga norteamericana Stephanie Coontz, autora de Historia del Matrimonio, cree que este ha cambiado más en los últimos 35 años que en los 3.500 anteriores y explica cómo en el pasado los enlaces estaban basados en el interés, pues «casarse por amor se consideraba una amenaza para el orden social». En las civilizaciones antiguas, las familias que acumularon riqueza gracias a los excedentes agrícolas, trataron de consolidarla, mejorar su posición y diferenciarse de las clases inferiores casando estratégicamente a sus hijos, con o sin el consentimiento de estos, con los de otras familias prominentes o con parientes cercanos, al más puro estilo endogámico.
Faraones, reyes y nobles usaron el matrimonio para sellar alianzas con otros reinos o ampliar sus fronteras. El enlace era la manera de dividir el trabajo, de confirmar la autoridad del hombre sobre la mujer y de transmitir la propiedad: los hijos nacidos dentro del matrimonio se consideraban legítimos y podían heredar, mientras que los ilegítimos quedaban fuera del reparto.
Los sentimientos contaban poco.
A veces los cónyuges se enamoraban, pero eso era secundario en una institución demasiado importante como para dejarla a la libre elección de dos personas. Incluso en algunas culturas y épocas amor y matrimonio eran incompatibles. En Roma, la exhibición de la pasión conyugal se consideraba indecorosa, y un senador perdió su escaño por haber besado a su mujer en público. En la Europa medieval, los célebres amantes Abelardo y Eloísa se fugaron sin casarse, y las novelas de caballerías idealizaron el adulterio cometido por Ginebra y Lanzarote como la forma más elevada de amor.
Así pues, el matrimonio fue antes que nada un invento práctico, un acuerdo entre familias inicialmente de índole privada. En la antigua Roma no se exigía ninguna formalidad para ratificarlo ni había distinción entre convivir y casarse. Los ciudadanos romanos no podían casarse con esclavas ni prostitutas y necesitaban un permiso para hacerlo con extranjeras, pero fuera de eso el Estado no intervenía en su validación.
Luego la Iglesia cristiana, a medida que aumentó su poder económico y potico, se implicó a fondo en su regulación e impuso ideas restrictivas en materia sexual.
El Concilio de Worms (1077) prohibió la poligamia y reprobó los placeres del cuerpo, incluido el baño, hasta el extremo de relacionar el sexo con enfermedades como la lepra.
En el Medievo, cuando la división del trabajo entre marido y mujer era clave para la economía rural, no sólo la Iglesia controlaba la vida nupcial: también los señores podían impedir a sus siervos casarse con alguien de otro feudo.
En Alemania en el siglo XIV muchos campesinos tenían que pagar a su señor para poder contraer matrimonio con quien quisieran.
La Reforma protestante y la aparición de una burguesía urbana libre de ataduras feudales trajeron nuevas ideas al matrimonio.
Para Ruiz-Domènec, el divorcio del rey Enrique VIII de Inglaterra fue el detonante de la renovación de la vida conyugal europea. Su reclamación al Papa apelaba a la libertad individual y produjo un debate entre los católicos, que se opusieron tajantemente al divorcio, y los anglicanos de la Inglaterra Tudor, cuyos intelectuales Shakespeare, De Veré, Marlowe reivindicaron el amor, el respeto mutuo y la libertad para deshacer la unión cuando la armonía conyugal fallara. Poco a poco sus ideas calaron y cada vez menos personas se resignaban a quedar atrapadas en una relación falsa.
El gran cambio en la visión del matrimonio comenzó a plasmarse en el siglo XVIII. Los pensadores de la Ilustración Diderot, Rousseau, Voltaire-, que creían que las relaciones personales debían basarse en la razón y la justicia y no en la fuerza, exaltaron el amor y la libertad individual a la hora de elegir pareja, y las revolucionarias francesas como Olympia de Gouges fueron más allá al publicar un manifiesto que exigía el sufragio femenino e idénticos derechos a la propiedad y de toma de decisiones para maridos y esposas.
Esposo trabajador y mujer casa era en la era victoriana
El problema fue que, por más que avanzaran las ideas, la mayoría de las mujeres dependían económicamente de los hombres. Los novios se casaban por amor y atracción mutua, pero una vez enfrascados en la vida marital, cada sexo jugaba roles distintos y vivía en esferas separadas. En tiempos de la Revolución Industrial, el hombre era el proveedor económico que trabajaba fuera y la esposa reinaba en la casa. La parte positiva de todo esto, según Stephanie Coontz, fue que las mujeres ganaron el derecho moral a decir que no en las relaciones sexuales, un primer paso necesario para la revolución del siglo XX, cuando conquistaron el derecho a disponer de su cuerpo para el placer.
La contrapartida fue que tanta exaltación de la domesticidad y la pureza femenina condenó a las mujeres que no cumplían ese ideal a la consideración de degeneradas. La idea de que la mujer decente no tenía o al menos no debía mostrar deseo sexual resultaba frustrante para la vida matrimonial y causó una explosión de la pornografía, la prostitución y las enfermedades venéreas, que causaban estragos a fines del XIX.
Ya no es el acontecimiento principal de nuestra vida
A lo largo del siglo XX, mientras se difundían las ideas de Freud sobre las pulsiones eróticas y los artistas celebraban la sexualidad, muchas mujeres adoptaban nuevas costumbres y casarse ya no era el acontecimiento principal de sus vidas. Por un lado cambió el ritual del cortejo, porque las nuevas modas espolearon a los jóvenes a flirtear a sus anchas sin la odiosa compañía de una «carabina». En EE.UU. y los países más avanzados de Europa el automóvil causaba furor y permitía a los novios escapar del control familiar, mientras los cines se convertían en el escenario semiclandestino de su iniciación sexual.
Por otro lado, cada vez más mujeres trabajaban y, a medida que disfrutaban de independencia económica, el matrimonio tradicional basado en el marido proveedor y la esposa ama de casa dejó de ser el único modelo posible.
El gran cambio empezó a fraguarse a finales de la década de los 60 y se ha generalizado en nuestros días. El divorcio ha abierto las puertas a la formación de familias de segundas nupcias, con hijos de anteriores uniones. Hoy existen más formatos de emparejamiento y vida conyugal que nunca. Se han legalizado las uniones homosexuales, al tiempo que aumentan las familias monoparentales formadas por personas solteras que conciben o adoptan niños, o que viven solas y no tienen intención de emparejarse. Las mujeres pueden optar por tener hijos sin marido o por no tener descendencia.
Más alegre y más libre, pero también más frágil
En definitiva, la vida matrimonial es hoy más libre que nunca y por eso también más frágil, ya que el cambio de papeles en la pareja ha redefinido las relaciones.
Para Stephanie Coontz, «la transformación histórica que ha sufrido el matrimonio lo ha hecho más alegre, afectuoso y satisfactorio pero también más opcional y menos sólido».
Lo nuevo, dice, es el hecho de que «muchas mujeres tienen hoy el derecho legal y la independencia económica para rechazar casarse si no encuentran un compañero adecuado o para dejar a su pareja cuando se sienten infelices, porque ambos sexos llegan al matrimonio con los mismos derechos».